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Tokio subterráneo

Tokio subterráneo

Preguntarse por qué una historia termina mal no es un asunto ocioso, es interpelar las circunstancias, analizar el contexto, investigar el resultado, es saber escribir, diseccionar las palabras y convertirlo en arte masificador, urbano o no, pero de actualidad. Fue cuando el escritor japonés Haruki Murakami, decidió hacer una pausa a sus escritos de ficción y largas novelas distópicas, para dedicarse a tiempo completo al atentado ocurrido en las laberintosas vías de trenes metropolitanos en la ciudad de Tokio.

El resultado fue un conjunto de crónicas donde se dio voz a las víctimas sin reforzar el estereotipo de las mismas, un trabajo impecable que se publicó en 1998 bajo el nombre de Tokyo Underground, tres años después de la terrorífica, criminal y sincronizada intervención de la secta Aum Shinrikyo, detonando cinco bombas líquidas de gas sarín, provocando la muerte de 13 personas, miles de heridos y decenas de personas en estado vegetativo.

La prosa de Murakami va más allá de la no ficción, elaborando imagino, una cuidadosa lista de víctimas, que, sin temor legal o represalias de la secta, se atrevieron a dar su testimonio, en las cuales el escritor hace un uso impermeable de cada uno de sus “protagonistas”, contándonos parte de ellos, de cómo, sin decirlo, el hecho ocurrido el 20 de marzo de 1995 cambiaría sus vidas.

Haciendo uso de herramientas periodísticas y quizá policiacas, en el transcurso del texto encontramos una estructura seria, fría, meticulosa ante los detalles, por ejemplo, como uno de los terroristas sectarios hace uso de la punta de un paraguas para agujerear el recipiente que contenía el gas mortal.  Y desde la óptica literaria, no se encuentra un texto donde probablemente no haya usado técnica alguna. ¿Entonces qué hace interesante a esta obra?

Su complicidad con los hechos, como un testigo ausente, se documenta de la realidad tanto de las víctimas, de los victimarios, del contexto de las sectas extremistas y nos muestra un óleo realista, sin ambigüedades, sin espacio para el dolor ni para el llanto, si no para el cuestionamiento. Te sirve la mesa con un buen menú, pero sin explicarte qué y cómo se preparó el potaje. Solo disfrutas de la lectura y punto. Las preguntas vienen después.

Lo que interpela o busca que lo haga el lector, es el tema de la violencia, ya sea terrorista o cualquier tipo de violencia, llegando incluso a aceptar que su cotidianidad se puede volver una costumbre peligrosa, si es que las doctrinas de una secta religiosa justifican su actuar como símbolo de fe y entrega. Como el tema fue mediático, las críticas también lo fueron, hecho que no perturbó mucho al escritor porque mostró una realidad que no fue del agrado de los japoneses, tal vez por la rigurosidad de las investigaciones y por la congruente retahíla de cuestionamientos fundamentados en el sistema social, político y económico de Japón.

Cabe recalcar que cuando Murakami escribió el libro, aún los terroristas no fueron sentenciados, por lo que se especuló que ponía el dedo en la herida que aún no cicatrizaba para hacer de la obra un producto mediático triunfador en ventas, sin embargo, no fue esa la intención, como lo afirmó poco después de la ejecución de los integrantes del genocidio.

El tema del escritor japonés también fue la espiritualidad llevada al tope, a la inoperancia de la policía japonesa, a la exageración de la fe hacia una deidad que les ofrece la vida eterna y el gozo en vida por perpetrar sacrificios (según los terroristas), al Gobierno japonés que no va en contra de la libertad de culto sin una estricta vigilancia y a una vida tan ensimismada a tal punto de llegar al egoísmo social, a la falta de empatía de un de las sociedades más desarrolladas del mundo, no por avalar semejante matanza, si no por pensar arrogantemente que eso, el terrorismo, jamás le tocaría a su país, porque al parecer su sistema caminaba a la perfección de un mundo que se empezaba a llamar globalizado en la totalidad de macro cifras, mas no de la vulnerabilidad del ser humano.